Hoy volvemos con otra adaptación
literario de uno de los mejores escritores del siglo XIX: Edgar Allan Poe.
La caja oblonga (The
Oblong Box)
Género: Terror
Temática: Posesiones
País: Reino Unido
Duración: 95 Minutos
Año: 1969
Director: Gordon Hessler
Guión: Lawrence Huntington,
Intérpretes: Alister Williamson, Christopher Lee, Rupert Davies, Vincent Price
Intérpretes: Alister Williamson, Christopher Lee, Rupert Davies, Vincent Price
Productor: Gordon Hessler
Música: Harry Robertson
Fotografía: John Coquillon
Sinopsis:
Sir Julian Markham mantiene
oculto en su mansión a su hermano Edward, ya que cuando estaba en sus
posesiones de Africa un hechicero lanzó un conjuro contra él que deformó
terriblemente su rostro y su mente. La situación se complica cuando entra en
escena el doctor Nauhatter, un médico que se dedica a experimentar con los
cadáveres que le proporcionan los ladrones de tumbas. Edward ha sido enterrado
cuando estaba en un trance cataléptico provocado por un bebedizo y cuando
despierta en casa del doctor comienza su sangrienta venganza.
Película que intenta recrear el
fabuloso ambiente tétrico que emana de la mano de este escritor, pero por
desgracia no consigue enganchar, al contrario que la anterior descrita: LA
OBSESIÓN. La Caja Oblonga es una película que más de terror es un film de
intriga y venganza done, el miedo es por lo menos de lo que te vas a preocupar.
Un desarrollo lento y anodino; intenta meterte en la trama pero no llega a
eclosionar el ansia viva. Los actores son los que salvan el film para que negar,
y la música del visionado también está decente. Pero secuencias o escenas
demasiado largas y sin garra (o será porque no he estado en condiciones de
ánimos). Resumiendo, película que podía haber sido mejor (aunque volveré a
repeitr dentro de un tiempo) y mucho más terrorífica, una pena. 5
Debajo os dejo el relato para quien quiera conocer la historia o releerla:
Edgar Allan Poe
Hace años, a fin de viajar de Charleston, en la Carolina del Sur, a Nueva York, reservé pasaje a bordo del
excelente paquebote Independence, al mando del capitán Hardy. Si el
tiempo lo permitía, zarparíamos el 15 de aquel mes (junio); el día anterior, o
sea el 14, subí a bordo para disponer algunas cosas en mi camarote.
Descubrí así que tendríamos a bordo
gran número de pasajeros, incluyendo una cantidad de damas superior a la
habitual. Noté que en la lista figuraban varios conocidos y, entre otros
nombres, me alegré de encontrar el de Mr. Cornelius Wyatt, joven artista que
me inspiraba un marcado sentimiento amistoso. Habíamos sido condiscípulos en
la Universidad de C... y solíamos andar siempre juntos. Su temperamento era el
de todo hombre de talento y consistía en una mezcla de misantropía,
sensibilidad y entusiasmo. A esas características unía el corazón más ardiente
y sincero que jamás haya latido en un pecho humano.
Observé que el nombre de mi amigo
aparecía colocado en las puertas de tres camarotes, y luego de recorrer
otra vez la lista de pasajeros, vi que había sacado pasaje para sus dos
hermanas, su esposa y él mismo. Los camarotes eran suficientemente amplios y
tenían dos literas, una sobre la otra. Excesivamente estrechas, las literas no
podían recibir a más de una persona; de todos modos no alcancé a comprender
por qué, para cuatro pasajeros, se habían reservado tres camarotes. En
esa época me hallaba justamente en uno de esos estados de melancolía
espiritual que inducen a un hombre a mostrarse anormalmente inquisitivo sobre
meras nimiedades; confieso avergonzado, pues, que me entregué a una serie de
conjeturas tan enfermizas como absurdas sobre aquel camarote de más. No era
asunto de mi incumbencia, claro está, pero lo mismo me dediqué pertinazmente a
reflexionar sobre la solución del enigma. Por fin llegué a una conclusión que
me asombró no haber columbrado antes: «Se trata de una criada, por supuesto
-me dije-. ¡Se precisa ser tonto para no pensar antes en algo tan obvio!»
Miré nuevamente la lista de
pasajeros, descubriendo entonces que ninguna criada habría de embarcarse con
la familia, aunque por lo visto tal había sido en principio la intención, ya
que luego de escribir: «y criada», habían tachado las palabras. «Pues entonces
se trata de un exceso de equipaje -me dije-, algo que Wyatt no quiere hacer
bajar a la cala y prefiere tener a mano... ¡Ah, ya veo: un cuadro! Por eso es
que ha andado tratando con Nicolino, el judío italiano.»
La suposición me satisfizo y por el
momento dejé de lado mi curiosidad.
Conocía muy bien a las dos hermanas
de Wyatt, jóvenes tan amables como inteligentes. En cuanto a su esposa, como
aquél llevaba poco tiempo de casado, aún no había podido verla. Wyatt había
hablado muchas veces de ella en mi presencia, con su estilo habitual lleno de
entusiasmo. La describía como de espléndida belleza, llena de ingenio y
cualidades. De ahí que me sintiera muy ansioso por conocerla.
El día en que visité el barco (el
14), el capitán me informó que también Wyatt y los suyos acudirían a bordo,
por lo cual me quedé una hora con la esperanza de ser presentado a la joven
esposa. Pero al fin se me informó que «la señora Wyatt se hallaba indispuesta
y que no acudiría a bordo hasta el día siguiente, a la hora de zarpar».
Llegó el momento, y me encaminaba de
mi hotel al embarcadero cuando encontré al capitán Hardy, quien me dijo que,
«debido a las circunstancias» (frase tan estúpida como conveniente), el
Independence no se haría a la mar hasta uno o dos días después, y que,
cuando todo estuviera listo, me mandaría avisar para que me embarcara.
Encontré esto bastante extraño, ya
que soplaba una sostenida brisa del Sur, pero como «las circunstancias» no
salían a luz, pese a que indagué todo lo posible al respecto, no tuve más
remedio que volverme al hotel y devorar a solas mi impaciencia.
Pasó casi una semana sin que llegara
el esperado aviso del capitán. Lo recibí por fin y me embarqué de inmediato.
El barco estaba atestado de pasajeros y había la confusión habitual en el
momento de izar velas. El grupo de Wyatt llegó unos diez minutos después que
yo. Estaban allí las dos hermanas, la esposa y el artista -este último en uno
de sus habituales accesos de melancólica misantropía-. Demasiado conocía su
humor, sin embargo, para prestarle especial atención. Ni siquiera se molestó
en presentarme a su esposa, quedando este deber de cortesía a cargo de su
hermana Marian, tan amable como inteligente, quien con breves y presurosas
palabras nos presentó el uno a la otra.
La señora Wyatt se cubría con un
espeso velo y, cuando lo levantó para contestar a mi saludo, debo reconocer
que me quedé profundamente asombrado. Pero mucho más me hubiera asombrado de
no tener ya el hábito de aceptar a beneficio de inventario las entusiastas
descripciones de mi amigo, toda vez que se explayaba sobre la hermosura
femenina. Cuando la belleza constituía su tema, sabía de sobra con qué
facilidad se remontaba a las regiones del puro ideal.
La verdad es que no pude dejar de
advertir que la señora Wyatt era una mujer decididamente vulgar. Si no fea del
todo, me temo que no le andaba muy lejos. Vestía, sin embargo, con exquisito
gusto, y no dudé de que había cautivado el corazón de mi amigo con las gracias
más perdurables del intelecto y del alma. Pronunció muy pocas palabras, e
inmediatamente entró en el camarote en compañía de su esposo.
Mi anterior curiosidad volvió a
dominarme. No había ninguna criada, y de eso no cabía duda. Me puse a
observar en busca del equipaje extra. Luego de alguna demora, llegó al
embarcadero un carro conteniendo una caja oblonga de pino, que al parecer era
lo único que se esperaba. Apenas a bordo la caja, levamos ancla, y poco
después de cruzar felizmente la barra enfrentamos el mar abierto.
He dicho que la caja en cuestión era
oblonga. Tendría unos seis pies de largo por dos y medio de ancho. La observé
atentamente, y además me gusta ser preciso. Ahora bien, su forma era
peculiar y, tan pronto la hube contemplado en detalle, me felicité
por lo acertado de mis conjeturas. Se recordará que, de acuerdo con éstas, el
equipaje extra de mi amigo el artista debía consistir en cuadros, o por lo
menos en un cuadro. No ignoraba que durante varias semanas Wyatt había
mantenido conversaciones con Nicolino, y ahora veía a bordo una caja que, a
juzgar por su forma, sólo podía servir para guardar una copia de La última
cena de Leonardo; no ignoraba, además, que una copia de esa pintura,
ejecutada en Florencia por Rubini el joven, había estado cierto tiempo en
posesión de Nicolino. Me pareció, pues, que la cuestión quedaba
suficientemente resuelta. Me reí, quizá demasiado, pensando en mi perspicacia.
Era la primera vez que, hasta donde podía saberlo, Wyatt me ocultaba alguno de
sus secretos artísticos; pero no cabía duda de que en esta ocasión trataba de
hacerme una treta y pasar de contrabando a Nueva York una magnífica pintura,
confiando en que no me daría cuenta de nada. Resolví tomarme un buen desquite,
sin esperar mucho.
Había no obstante algo que me
fastidiaba. La caja no fue colocada en el camarote sobrante, sino
depositada en el de Wyatt, donde ocupaba casi por completo el piso para
evidente incomodidad del artista y de su esposa, acrecentada además porque la
brea o la pintura con la cual se habían trazado grandes letras emitía un olor
muy fuerte, desagradable y, para mí, especialmente repugnante. Sobre la
tapa aparecían estas palabras: «Sra. Adelaide Curtis, Albany, Nueva York.
Envío de Cornelius Wyatt, Esq. Este lado hacia arriba. Trátese con cuidado.»
Estaba yo enterado de que la señora
Adelaide Curtis, de Albany, era la suegra del artista, pero consideré que éste
había hecho estampar su nombre a fin de mistificarme mejor. Me sentía seguro
de que la caja y su contenido no seguirían viaje a Albany, sino que quedarían
en el estudio de mi misantrópico amigo, en
la calle
Chambers
de Nueva York.
Durante los primeros tres o cuatro
días tuvimos un tiempo excelente a pesar del viento de proa -pues había virado
al Norte apenas hubimos perdido de vista la costa-. Por consiguiente, los
pasajeros estaban de muy buen humor y dispuestos a la sociabilidad. Tengo que
exceptuar, sin embargo, a Wyatt y a sus hermanas, que se mostraban reservados
y fríos, en forma que no pude menos de considerar descortés hacia el resto del
pasaje. De la conducta de Wyatt no me preocupaba mucho. Estaba melancólico más
allá de lo acostumbrado en él; incluso diré que se mostraba lúgubre,
pero no podía extrañarme dadas sus excentricidades. En cambio me resultaba
imposible excusar a sus hermanas. Se encerraban en su camarote la mayor parte
del día, negándose terminantemente, a pesar de mi insistencia, a alternar con
nadie a bordo.
La señora Wyatt era, en cambio,
mucho más agradable. Vale decir que era parlanchina, y esto tiene mucha
importancia en un viaje por mar. Pronto se mostró excesivamente
familiar con la mayoría de las señoras y, para mi profunda estupefacción,
mostró una tendencia poco disimulada a coquetear con los hombres. A todos nos
divertía muchísimo.
Digo «divertía», pero apenas si sé
cómo explicarme. La verdad es que muy pronto advertí que la gente se reía más
de ella que por ella. Los caballeros reservaban sus opiniones,
pero las damas no tardaron en declararla «una excelente mujer, nada bonita,
sin la menor educación y decididamente vulgar». Lo que asombraba a todos era
cómo Wyatt había podido caer en la trampa de semejante matrimonio. Se pensaba,
claro está, en razones de fortuna, pero yo sabía que la solución no residía en
eso, pues Wyatt me había informado que su esposa no aportaba un solo
centavo al matrimonio, ni tenía la menor esperanza de heredar. Se había casado
con ella -según me dijo- por amor y solamente por amor, pues su esposa era más
que merecedora de cariño.
Pensando en estas frases de mi amigo
me sentí perplejo más allá de toda descripción. ¿Podía ser que estuviera
perdiendo la razón? ¿Qué otra cosa podía pensar? Él, tan refinado, tan
intelectual, tan exquisito, con una percepción finísima de todo lo imperfecto,
con tan aguda apreciación de la belleza. A decir verdad, la dama parecía muy
enamorada de él -especialmente en su ausencia-, y se ponía en ridículo al
citar repetidamente lo que había dicho «su adorado esposo, el señor Wyatt». La
palabra «esposo» parecía siempre -para usar una de sus delicadas expresiones-
«en la punta de su lengua». Pero entretanto todos advirtieron que él la
evitaba de la manera más evidente y que prefería encerrarse solo en su
camarote, donde bien podía decirse que vivía, dejando plena libertad a su
esposa para que se divirtiera a gusto en las reuniones del salón.
De lo que había visto y oído extraje
la conclusión de que el artista, movido por algún inexplicable capricho del
destino, o presa quizá de un acceso de pasión tan entusiasta como fantástico,
se había unido a una persona por completo inferior a él, y que no había
tardado en sucumbir a la consecuencia natural, o sea a la más viva
repugnancia. Me apiadé de él desde lo más profundo de mi corazón, pero no por
ello pude perdonarle el secreto que había mantenido sobre el embarque de La
última cena. Continué, pues, resuelto a saborear mi venganza.
Un día subió Wyatt al puente y,
luego de tomarlo del brazo como era mi antigua costumbre, echamos a andar de
un lado a otro. Su melancolía (que yo encontraba muy natural dadas las
circunstancias) continuaba invariable. Habló poco, con tono malhumorado y
haciendo un gran esfuerzo. Aventuré una broma y vi que luchaba penosamente por
sonreír. ¡Pobre diablo! Pensando en su esposa, me maravillaba que fuera
incluso capaz de aparentar alegría. Pero, finalmente, me determiné a sondearlo
a fondo, comenzando una serie de veladas insinuaciones sobre la caja oblonga,
a fin de que, poco a poco, se diera cuenta de que yo no era para nada víctima
de su pequeña mistificación. Con tal propósito, y a fin de descubrir mis
baterías, dije algo sobre la «curiosa forma de esa caja»; y al pronunciar
estas palabras le hice una sonrisa de inteligencia, le guiñé un ojo, todo esto
mientras le daba suavemente con el dedo en las costillas.
La manera con que Wyatt recibió tan
inocente broma me convenció al punto de que se había vuelto loco. Primeramente
me miró como si le resultara imposible comprender el ingenio de mi
observación; pero, a medida que mis palabras iban abriéndose lentamente paso
en su cerebro, los ojos parecieron querer salírsele de las órbitas. Su rostro
se puso escarlata, luego palideció espantosamente y, como si lo que yo había
insinuado le divirtiera muchísimo, estalló en carcajadas que, para mi
estupefacción, se prolongaron cada vez con más fuerza durante largos minutos.
Finalmente se desplomó pesadamente sobre cubierta; mientras me esforzaba por
levantarle, tuve la impresión de que había muerto.
Pedí auxilio y, con mucho trabajo,
le hicimos volver en sí. Apenas reaccionó se puso a hablar incoherentemente,
hasta que le sangramos y le metimos en cama. A la mañana siguiente se había
recobrado del todo, por lo menos en lo que se refiere a la salud física. De su
mente prefiero no decir nada. Evité encontrarme con él durante el resto del
viaje, siguiendo el consejo del capitán, quien parecía coincidir plenamente
conmigo en que Wyatt estaba loco, pero me pidió que no dijese nada a los
restantes pasajeros.
Inmediatamente después de la crisis
de mi amigo ocurrieron varias cosas que exaltaron todavía más la curiosidad
que me poseía. Entre otras, señalaré la siguiente: Me sentía nervioso por
haber bebido demasiado té verde, y dormía mal, tanto que durante dos noches no
pude pegar los ojos. Mi camarote daba al salón principal, o salón comedor,
como todos los camarotes ocupados por hombres solos. Las tres cabinas de Wyatt
comunicaban con el salón posterior, el cual estaba separado del principal por
una liviana puerta corrediza que no se cerraba nunca, ni siquiera de noche.
Como seguíamos navegando con viento en contra, el barco escoraba
acentuadamente a sotavento y, cada vez que el lado de estribor se inclinaba en
ese sentido, la puerta divisoria se corría y quedaba en esa posición, sin que
nadie se molestara en levantarse y cerrarla. Mi camarote hallábase en una
posición tal que, cuando tenía abierta la puerta (lo que ocurría siempre, a
causa del calor), podía ver con toda claridad el salón posterior, e incluso
esa parte adonde daban los camarotes de Wyatt. Pues bien, durante dos noches
(no consecutivas), en que me hallaba despierto, vi que, a eso de las
once, la señora Wyatt salía cautelosamente del camarote de su esposo y entraba
en el camarote sobrante, donde permanecía hasta la madrugada, hora en que
Wyatt iba a buscarla y la hacía entrar nuevamente en su cabina. Resultaba
claro, pues, que el matrimonio estaba separado. Ocupaban habitaciones aparte,
sin duda a la espera de un divorcio más absoluto; y pensé que en eso residía,
después de todo, el misterio del camarote suplementario.
Mucho me interesó, además, otra
circunstancia. Durante las dos noches de insomnio a que he aludido, e
inmediatamente después que la señora Wyatt hubo entrado en el tercer camarote,
atrajeron mi atención ciertos singulares sonidos ahogados que brotaban del de
su esposo. Tras de escuchar un tiempo, logré explicarme perfectamente su
significado. Aquellos ruidos los producía el artista al abrir la caja oblonga
mediante un escoplo y una maza, esta última envuelta en alguna materia
algodonosa o de lana que amortiguaba los golpes.
A fuerza de escuchar me pareció que
podía distinguir el preciso momento en que Wyatt levantaba la tapa, y también
cuando la retiraba a fin de depositarla en la litera superior de su cabina. Me
di cuenta de esto último a causa de los golpecitos que daba la tapa contra los
tabiques de madera del camarote, mientras que Wyatt trataba de depositarla con
toda suavidad en la litera, por no haber espacio en el suelo. A eso seguía un
profundo silencio, sin que volviera a escuchar nada hasta el amanecer, como no
fuera, si cabe mencionarlo, un leve sonido semejante a sollozos o suspiros,
tan sofocados que resultaban casi inaudibles -a menos que se tratara de un
producto de mi imaginación-. He dicho que aquello hacía pensar en sollozos o
suspiros, pero muy bien podía tratarse de otra cosa; más bien cabía pensar en
una ilusión auditiva. Sin duda, de acuerdo con sus hábitos, Wyatt se entregaba
a uno de sus caprichos, dejándose llevar por un arrebato de entusiasmo
artístico, y abría la caja oblonga a fin de regalar sus ojos con el tesoro
pictórico que encerraba. Por supuesto, nada había en esto que justificara un
rumor de sollozos; repito, pues, que debía tratarse de una alucinación
de mi mente, excitada por el té verde del excelente capitán Hardy. En las dos
noches de que he hablado, poco antes del alba oí cómo Wyatt volvía a colocar
la tapa sobre la caja oblonga, introduciendo los clavos en sus agujeros por
medio de la maza envuelta en trapos. Hecho esto salía de su camarote
completamente vestido e iba en busca de la señora Wyatt, que se hallaba en la
otra cabina.
Llevábamos siete días en el mar y
habíamos pasado ya el cabo Hatteras, cuando nos asaltó un fortísimo viento del
sudoeste. Como el tiempo se había mostrado amenazante, no nos tomó
desprevenidos. Todo a bordo estaba bien aparejado y, cuando el viento se hizo
más intenso, nos dejamos llevar con dos rizos de la mesana cangreja y el
trinquete.
Con este velamen navegamos sin mayor
peligro durante cuarenta y ocho horas, ya que el barco resultó ser muy marino
y no hacía agua. Pero, al cumplirse este tiempo, el viento se transformó en
huracán y la mesana cangreja se hizo pedazos, con lo cual quedamos de tal modo
a merced de los elementos que de inmediato nos barrieron varias olas enormes,
en rápida sucesión. Este accidente nos hizo perder tres hombres, aparte de
quedar destrozadas las amuradas de babor y la cocina. Apenas habíamos
recobrado algo de calma cuando el trinquete voló en jirones, lo que nos obligó
a izar una vela de estay, pudiendo así resistir algunas horas, pues el barco
capeaba el temporal con mayor estabilidad que antes.
Pero el huracán mantenía toda su
fuerza, sin dar señales de amainar. Pronto se vio que la enjarciadura estaba
en mal estado, soportando una excesiva tensión; al tercer día de la tempestad,
a las cinco de la tarde, un terrible bandazo a barlovento mandó por la borda
nuestro palo de mesana. Durante más de una hora luchamos por terminar de
desprenderlo del buque, a causa del terrible rolido; antes de lograrlo, el
carpintero subió a anunciarnos que había cuatro pies de agua en la sentina.
Para colmo de males descubrimos que las bombas estaban atascadas y que apenas
servían.
Todo era ahora confusión y angustia,
pero continuamos luchando para aligerar el buque, tirando por la borda la
mayor parte del cargamento y cortando los dos mástiles que quedaban. Todo esto
se llevó a cabo, pero las bombas seguían inutilizables y la vía de agua
continuaba inundando la cala.
A la puesta del sol el huracán había
amainado sensiblemente y, como el mar se calmara, abrigábamos todavía
esperanzas de salvarnos en los botes. A las ocho de la noche las nubes se
abrieron a barlovento y tuvimos la ventaja de que nos iluminara la luna llena,
lo cual devolvió el ánimo a nuestros abatidos espíritus.
Después de una increíble labor
pudimos por fin botar al agua la chalupa y embarcamos en ella a la totalidad
de la tripulación y a la mayor parte de los pasajeros. Alejóse la chalupa y,
al cabo de muchísimos sufrimientos, llegó finalmente sana y salva a Ocracoke
Inlet, tres días después del naufragio.
Catorce pasajeros quedamos a bordo
con el capitán, resueltos a intentar fortuna en el botequín de popa. Lo
botamos sin dificultad, aunque sólo por milagro no se volcó al tocar el agua,
y embarcaron en él el capitán y su esposa, Wyatt y su familia, un oficial
mexicano con su esposa y sus cuatro hijos, y yo con mi criado de color.
Como es natural, no había allí
espacio para otra cosa que unos pocos instrumentos imprescindibles,
provisiones y las ropas que llevábamos puestas. Nadie había pensado siquiera
en salvar otros bienes. ¡Cuál no sería nuestra estupefacción cuando, apenas
alejados del barco, vimos a Wyatt que se ponía de pie en la popa del bote y,
fríamente, pedía al capitán Hardy que nos acercáramos otra vez al barco para
embarcar su caja oblonga!
-Siéntese usted, señor Wyatt
-replicó el capitán con alguna severidad-. Terminará por hacer zozobrar el
bote si no se está quieto. ¿No ve que la borda está al ras del agua?
-¡La caja! -vociferó Wyatt, siempre
de pie-. ¡La caja, le digo! Capitán Hardy, no puede usted rehusarme lo que le
pido... ¡No, no puede! ¡No pesa casi nada.... apenas una nada! ¡Por la madre
que le dio a luz, por el amor del cielo, por lo que más quiera... le imploro
que volvamos a buscar la caja!
Durante un momento el capitán
pareció conmovido por las súplicas, pero no tardó en recobrar su aire adusto y
replicó:
-Señor Wyatt, usted está loco,
y no lo escucharé. ¡Siéntese le digo, o hará zozobrar el bote! ¡Vosotros,
sujetadlo... pronto... o saltará al agua...! ¡Ah... demasiado tarde!
En efecto, al decir el capitán estas
palabras, Wyatt se había arrojado al agua y, como todavía estábamos al socaire
del buque, logró, tras un sobrehumano esfuerzo, sujetarse de una cuerda que
colgaba a proa. Un instante después trepaba a cubierta y corría frenéticamente
hacia la escotilla que llevaba a los camarotes.
Entretanto habíamos sido llevados
hacia la popa del barco y, sin la protección de su casco, quedamos
inmediatamente a merced del terrible oleaje. Nos esforzamos por acercarnos
otra vez, pero nuestro pequeño bote era como una pluma en el soplo de la
tempestad. Nos bastó una ojeada para comprender que el destino del infortunado
artista estaba sellado.
A medida que aumentaba nuestra
distancia del buque casi sumergido, vimos que el loco (ya que sólo podíamos
considerarlo como tal) aparecía otra vez en cubierta y, con fuerzas que
parecían las de un gigante, arrastraba consigo la caja oblonga. Mientras lo
contemplábamos en el colmo de la estupefacción, vimos que arrollaba
rápidamente una cuerda a la caja y la pasaba luego varias veces por su cuerpo.
Un instante después ambos caían al mar, desapareciendo instantáneamente y para
siempre.
Por un momento detuvimos el
movimiento de los remos, clavados los ojos en el lugar del drama. Por fin
reanudamos nuestros esfuerzos, y pasó una hora sin que nadie dijera una
palabra. Yo me atreví, por fin, a insinuar una observación.
-¿Reparó usted, capitán, en cómo se
hundieron de golpe? ¿No es sumamente curioso? Confieso que, por un momento,
tuve una débil esperanza de que Wyatt se salvaría, al ver que se ataba a la
caja y se confiaba así al mar.
-Por supuesto que se hundieron, y
con la rapidez de una bala de plomo -repuso el capitán-. Sin embargo volverán
a subir a la superficie... pero no antes de que la sal se disuelva.
-¡La sal! -exclamé.
-¡Sh...! -dijo el capitán,
señalándome a la esposa y hermanas del muerto-. Ya hablaremos de esas cosas en
un momento más oportuno.
Mucho sufrimos, y escapamos por muy
poco de la muerte, pero la fortuna nos favoreció al igual que a nuestros
camaradas de la chalupa. Más muertos que vivos, después de cuatro días de
horrible angustia, tocamos tierra en la playa opuesta a Roanoke Island.
Permanecimos allí una semana, pues los raqueros no nos trataron mal, y
finalmente hallamos la manera de llegar a Nueva York.
Un mes después de la pérdida del
Independence, me encontré casualmente en Broadway con el capitán Hardy.
Como es natural, nuestra conversación versó sobre el naufragio y, en especial,
sobre el triste destino del pobre Wyatt. En esa ocasión me enteré de los
detalles siguientes:
El artista había tomado pasaje para
él, su esposa, sus dos hermanas y una criada. Tal como él la había descrito,
su esposa era la más encantadora y cultivada de las mujeres. En la mañana del
14 de junio (día en que visité por primera vez el barco), la señora Wyatt
enfermó repentinamente y murió. El joven esposo estaba enloquecido de dolor,
pero las circunstancias le impedían aplazar su viaje a Nueva York. Era
necesario que llevara a su madre el cuerpo de la esposa adorada, aunque, por
otra parte, no ignoraba que un prejuicio universal le impediría hacerlo
abiertamente. De cada diez pasajeros, nueve habrían abandonado el barco antes
de hacerse a la mar en compañía de un cadáver.
En este dilema, el capitán Hardy
consintió en que el cuerpo, parcialmente embalsamado y colocado entre espesas
capas de sal en una caja de dimensiones adecuadas, fuera subido a bordo como
si se tratara de una mercancía. Nada se diría sobre el fallecimiento de la
dama; mas, como ya era sabido que Wyatt había tomado pasaje para él y su
esposa, fue preciso encontrar a alguien que desempeñara el papel de esta
última durante el viaje. La doncella de la difunta aceptó ese papel
voluntariamente. El camarote sobrante, que en principio había sido tomado para
la criada, fue, naturalmente, conservado. Allí dormía aquélla, como se
supondrá, todas las noches. De día representaba, en la medida de sus
posibilidades, el papel de ama -cuya persona era totalmente desconocida para
los pasajeros de a bordo, como se tuvo buen cuidado de verificar previamente.
En cuanto a mi engaño, nació de un
temperamento demasiado negligente, inquisidor e impulsivo. Pero, desde
entonces, es muy raro que duerma bien de noche. De cualquier lado que me
vuelva, hay siempre un rostro que me hostiga. Y una risa histérica resonará
para siempre en mis oídos.
FIN
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